FERROCARRILES BRITÁNICOS:
EL FRACASO PREVISIBLE DE LA LIBERALIZACIÓN
La privatización de los ferrocarriles británicos ha fracasado estrepitosamente, y a nadie le ha cogido por sorpresa: a pesar de los constantes intentos de ocultar la situación, la realidad era demasiado evidente.
Desde un primer momento el estado tuvo que incrementar la financiación de un ferrocarril privatizado para garantizar los beneficios, mientras el sistema entero se venía a pique. En el primer año privatizado, se duplicó la financiación pública respecto al año anterior.
Los usuarios han visto cómo se deterioraba el servicio ofrecido por múltiples operadores privados que no se ponían de acuerdo para mantener los enlaces y no eran capaces de ofrecer información respecto a los trenes administrados por otras compañías. Estos problemas los vemos planteados también en el Libro Blanco del Transporte recientemente aprobado por la Comisión y el Parlamento Europeos, algo curioso si se tiene en cuenta que el origen de esta situación está precisamente en la política europea de transportes, que sigue proponiendo la liberalización del ferrocarril.
Sin embargo, el precio de los billetes subía escandalosamente, sin relación alguna con la inflación; en abril del presente año se juntó una drástica subida con el anuncio de nuevas subidas para septiembre. El Secretario de Transportes, John Prescott, no tuvo rubor en justificarlo diciendo que los billetes no están subvencionados como en otros países, y que los usuarios no pueden pedir un servicio de calidad y barato evidentemente, ni lo uno ni lo otro-; lo único subvencionado, de hecho, son los beneficios de las empresas privadas.
La infraestructura y los sistemas de seguridad se deterioran tanto por falta de mantenimiento como por exceso de empresas encargadas de llevarlo a cabo: en el accidente de Hatfield, que costó la vida a siete personas, tres empresas estaban supuestamente encargadas de llevar a cabo el mantenimiento de la vía en el lugar donde el carril estaba roto.
Junto con las inversiones en mantenimiento de la infraestructura desaparecieron las destinadas a renovar el material rodante; la industria de material ferroviario se hundió, los vehículos siguen envejeciendo y perdiendo fiabilidad.
La seguridad se convirtió en un recuerdo de tiempos mejores: una sucesión de accidentes de primera página y un elevado número de accidentes de proporciones menores en cuanto al número de víctimas ponían en evidencia el peligro que supone una infraestructura abandonada, la falta de integración con los sistemas de las múltiples empresas que la utilizan, la presión sobre unos trabajadores obligados a realizar jornadas interminables y que cuentan con una normativa de seguridad cada vez más dispersa y vacía de contenido.
Aunque en los últimos seis años el deterioro de la infraestructura y del material por falta de mantenimiento, renovación e implantación de nuevos sistemas de seguridad ha sido implacable, el vetusto sistema ferroviario británico no ha envejecido de buenas a primeras: durante los sucesivos gobiernos conservadores se fue preparando una privatización que se cerró precipitadamente en los últimos meses de mandato, cuando las encuestas auguraron un cambio de poder.
Este deterioro programado tenía como objetivo, con el argumento de la pérdida de valor real, tratar de justificar la venta como retales de y a un precio simbólico de todo el sistema ferroviario, que hasta ese momento era propiedad pública, o lo que es lo mismo: patrimonio de todos los ciudadanos británicos.
La propiedad pasó de todos a unos pocos; los primeros continuaron siendo, como contribuyentes, los financiadores del ferrocarril, con una carga añadida: les tocó aportar las víctimas.
El gobierno británico, después de más de seis años, se ha cansado de meter dinero público en una empresa privada más preocupada de repartir dividendos entre sus accionistas que de mejorar la seguridad y la calidad del servicio. Realmente le ha costado comprender que el fundamento de una empresa privada es el beneficio, no el servicio público.
Sin embargo, lo más significativo de este proceso sigue siendo la falta de decisión: no se han tomado medidas hasta que la situación se ha vuelto insostenible, ha muerto demasiada gente y se han esquilmado los fondos públicos antes de que se llegue a hacer algo, pero la solución sigue siendo parcial: las tarifas seguirán siendo desproporcionadas por más que el gobierno intente ponerles algunos límites, el servicio seguirá deteriorándose por falta de integración, y la multitud de empresas operadoras no son la mejor garantía para la seguridad.
No faltó decisión para crear el problema, pero falta valor para solucionarlo. La mejor solución habría sido no segregar ni privatizar el ferrocarril. No se puede descomponer un sistema y pretender que siga funcionando; es algo que saben no sólo los físicos, los matemáticos, los sociólogos, los lingüistas, los biólogos o los médicos, sino todo aquél que tenga el sentido común que a todos se nos supone. Parece que los únicos que lo ignoran son los políticos.
Es fácil prever un futuro semejante en otros ferrocarriles liberalizados: en Alemania se sigue agrandando el agujero financiero, y en Italia los nuevos operadores privados están contratando a maquinistas jubilados para conducir sus trenes.
En nuestro caso, sin embargo, todo hace prever que seamos capaces de llegar incluso más lejos. El deterioro del ferrocarril debido al abandono y a la falta de inversiones ha sido una realidad histórica arbitrada por una política de transportes volcada en el desarrollo interminable de la carretera, política que continúa a pesar de la crisis del petróleo y de los problemas evidentes generados por el tráfico: atascos, accidentes, polución, etcétera.
Paradójicamente, las ingentes cantidades que se están invirtiendo en alta velocidad van a suponer un mayor abandono y una situación de aislamiento del sistema ferroviario. La implantación del ancho europeo supone la creación de multitud de fronteras en el interior de la península. Las nuevas líneas que se están creando con nuestros impuestos no olvidemos que los fondos europeos que se aporten tienen el mismo origen y que no todos vamos a poder utilizar, van a ser gestionadas casi con seguridad por empresas privadas en su propio beneficio.
Si continuamos empeñados en seguir el ejemplo de quienes han fracasado "por delante de nosotros", en la confianza de que nuestra proverbial capacidad de improvisación nos va a permitir hacerlo mejor, deberemos estar dispuestos a afrontar las consecuencias. Sería preferible volcar los esfuerzos en mejorar nuestro sistema ferroviario, apostando por un medio de transporte seguro, respetuoso con el medio ambiente, del que todos somos propietarios y del que, por tanto, todos debemos beneficiarnos.
Esperemos que, al menos, tengamos la capacidad de saber escarmentar en cabeza ajena. No es mucho pedir. żO sí?
Esteban Guijarro Jiménez
Secretario de Relaciones Institucionales
Sindicato Federal Ferroviario de la Confederación General del Trabajo (SFF-CGT)